Durante años me he preguntado sobre el carácter ético de los ricos, considerando el acelerado aumento de la desigualdad o el hecho de que el 1% más rico contamina el doble que el 50% más pobre. Me he preguntado si saben de los favores fiscales que reciben –400 familias multimillonarias pagaron un magro 8,2% en impuestos federales sobre sus ingresos, mientras que el ciudadano estadounidense promedio paga el 13%– o que ese 1% más dañino para el planeta lo han acumulado. 2/3 de toda la riqueza creada desde 2020. ¿De qué masa estarán hechos?, cómo son capaces de soportar tal grado de complicidad con las múltiples crisis que azotan a los ciudadanos desde hace varias décadas, les valdrá la pena individualmente, y qué herramientas tenemos los no millonarios para equilibrar la balanza… Han constituido dudas noches frecuentes. El intelectual americano Douglas Rushkoff Publiqué hace unos años un artículo, traducido por Olga Abasolo, que dio pistas a mis preguntas. Convocado por cinco hombres muy poderosos para explicarle detalles sobre el futuro de la tecnología y, sobre todo, el probable colapso ecosocial, se dio cuenta de que buscaban trascender la condición humana –algo que el filósofo Jorge Riechmann descrito como un “movimiento antropófugo” –a través de Fantasías espaciales y tecnoptimistas. lo que, paradójicamente, confluyó en un profundo pesimismo para la humanidad. El objetivo (refugiarse en búnkeres o en Marte) era escapar, y se presentó careciendo de “cualquier implicación moral de sus actividades”.

Ricos: infelices destructores de lo común

Mientras continuaba mi investigación sobre estas psicologías que destruyen lo común, encontré testimonios y estudios que se centraban en la infelicidad que, aparentemente, caracteriza las biografías de los más ricos. Tiendo a digerir este tipo de análisis con cautela, ya que son fácilmente manipulables para blandir una especie de “felicidad de los pobres” que romantiza lo que, verdaderamente, son vidas llenas de dificultades; Sin embargo, me pareció interesante de leer. Depresión, aislamiento social, incapacidad para confiar en los demás. ante la sospecha de que cualquier amistad puede estar motivada por intereses económicos, falta de sentido o propósito al haber tocado la cumbre o haberla transformado en hábitat… son algunos de los síntomas que pesarían sobre este grupo de privilegiados, y sobre sus hijos, sumado al agotamiento laboral que, obviamente, no responde a la satisfacción de las necesidades básicas. Lo que en 1899 el sociólogo y economista Thorstein Veblen La llamada “clase del ocio” se fue despojando de ese tiempo libre que le daba prestigio, pero, sin duda, ha mantenido su “hábito de vida depredador”, uno de los rasgos definitorios de las élites según el autor. Siguiendo con su argumento, y de acuerdo con los datos disponibles, se podría denominar “clase depredador”conscientemente y tal vez innecesariamente, ya que ni siquiera disfrutan de existencias plenas, llenas de cariño, salud y alegría.

Pero hay otro daño que me inquieta aún más: sus modos de vida, la ausencia de valores morales, incluso el rechazo de toda ética -a pesar de sufrimientos que no desdeño- han modelado Patrones de emulación entre las clases media y baja., contaminó nuestras instituciones, de modo que afirmar lo obvio –que estamos expuestos al dolor, a la precariedad, a shocks climáticos insoportables derivados de esta injusticia estructural– puede conducir a graves represalias sociales. La depredación, como comportamiento supremo, engendra seguidores en todas partes que, como guardianes, impiden la implementación de sistemas más igualitarios.

¿Cómo vamos a solucionar este problema? ¿Será posible aliarnos con los pocos miembros de esas cumbres que exigen políticas redistributivas? ¿Qué mecanismos democráticos y colectivos deberíamos utilizar para reorientar la maquinaria socioeconómica de modo que no acabemos siendo pasto de sus efluvios megalómanos? debates.




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